MARIO
(Cereatae, cerca de Arpino, 157-Roma 86 a.J.C.)
Militar y cónsul romano, de origen modesto, fue tribuno (119) y pretor (116), y entró en el orden ecuestre.
En 109 marchó a Numidia como lugarteniente de Quinto Cecilio Metelo y en 107 logró suplantarlo.
Para evitar la impopularidad de una nueva leva de ciudadanía, Mario aceptó el alistamiento de los proletarios, transformando así al legionario en soldado profesional, sólo unido a su jefe y en busca de botín.
La lucha los númidas
Puso fin a la guerra de Yugurta (105), y venció a los teutones (102) y a los cimbrios (101) en la Galia.
A raíz de la aniquilación de los bárbaros, Mario pagó a sus soldados con tierras(ager publicus) y la ciudadanía romana. Este régimen populista disgustó a los patricios, demostrando lo que muchos han calificado de incapacidad política, ya que necesitaba hacer expropiaciones del ager publicus.
El instrumento adecuado eran las leyes de los Gracos. Sin embargo, la política romana requería en la época un talento que Mario no tenía. Era un buen militar, pero un mal político. Pronto acabó dominado por el tribuno de la plebe Lucio Apuleyo Saturnino, que unos años antes había sido cesado de un cargo por el Senado, y desde entonces se volvió un demócrata radical.
Lucio Apuleyo Saturnino
Hizo aprobar las leyes que quería Mario, para lo cual tuvo que intimidar a muchos senadores mediante disturbios y movilizaciones de muchedumbres violentas. Llegó a obligar al Senado a jurar que cumplirían las leyes aprobadas en un plazo de cinco días. El único que se negó a jurar fue Quinto Cecilio Metelo, hijo y tocayo del general que había participado en la Guerra de Yugurta. Metelo optó por el exilio voluntario.

Mapa de Numidia
Sin embargo, Saturnino defendió, como Cayo Graco, que los italicos recibieran la plena ciudadanía romana, y los conservadores aprovecharon una vez más este punto para excitar el egoísmo del proletariado.
Organizó al populacho y los tribunos de la plebe se vieron obligados a declararse en rebelión abierta. Entonces el Senado exigió a Mario, en calidad de cónsul, que sofocase la revuelta. Mario consideró que, ciertamente, ése era su deber y en una batalla campal librada en el foro, Saturnino y sus partidarios fueron obligados a rendirse, tras lo cual fueron asesinados por una multitud violenta.
Todo esto sucedió en el año 100. Como consecuencia de su intento de nadar y guardar la ropa, Mario perdió el apoyo de los populares sin ganar por ello el de los conservadores, así que tuvo que retirarse de la política.
En 91 Roma eligió un nuevo tribuno reformista: Marco Livio Druso. Su padre había sido tribuno junto a Cayo Graco, y se había opuesto a las reformas, pero el hijo resultó ser un demócrata convencido, tal vez uno de los pocos idealistas que quedaban en Roma. Su preocupación principal fue el sistema judicial. Cayo Graco había tratado de quitar poder al Senado a costa de concedérselo a la clase media (los equites). Sin embargo, los “caballeros” no tardaron en mostrarse tan corruptos como los senadores. Tenían a su cargo la recaudación de impuestos, que era subastada al mejor postor, de modo que quien recibía la contrata tenía manos libres para recaudar lo necesario para proporcionar al estado la suma pactada y obtener un margen de beneficios. Los senadores miraban con desprecio a los equites, pero a menudo pactaban con ellos. Los gobernadores de las provincias eran normalmente de la clase senatorial, y recibían considerables sumas de dinero de los equites a cambio de consentir que los impuestos recaudados excedieran con creces lo teóricamente aprobado por Roma. Cayo Graco había logrado que los jurados de los tribunales estuviesen formados igualmente por senadores y equites, lo cual benefició sin duda a éstos últimos, pero no a la justicia, pues lo que sucedió es que unos y otros se encubrían mutuamente sus escándalos y aceptaban sobornos por igual.
Druso trató de ganarse a los equites proponiendo que puedieran ser jueces además de jurados, pero a cambio proponía también que se nombraran comisiones especiales para juzgar los casos de corrupción. Su plan era lograr que una clase vigilara a la otra y que, en definitiva, ambas se vieran obligadas a ser honestas. Para ganarse al pueblo presentó el programa habitual de reforma agraria, pero no dejó de incluir la funesta idea de conceder la ciudadanía a todos los italicos. Nada de esto fue adelante, porque Druso fue asesinado y nunca se supo quién fue el asesino.
Para los itálicos, ésta fue la gota que colmó el vaso. En los últimos años habían visto con desazón cómo fracasaban todos los intentos de concederles la ciudadanía. El argumento principal de los senadores era el temor de que los itálicos terminaran gobernando Roma, pero esto era impensable, porque la ley establecía que para votar era imprescindible trasladarse a la ciudad. En cambio, la ciudadanía habría aportado a los itálicos la exención de impuestos, cosa que Roma se podía permitir holgadamente debido al testamento de Atalo III de Pérgamo. Los samnitas proclamaron una República Italiana con capital en Corfinio, unos 130 kilómetros al este de Roma. La rebelión se estuvo fraguando durante mucho tiempo, por lo que una Roma desprevenida tuvo que enfrentarse de repente a una secesión bien organizada. Se inició así la llamada Guerra Social, del latín socius (aliado).
Roma reunió apresuradamente un ejército, que se puso bajo el mando del cónsul Lucio Julio César. Tras sufrir varias derrotas en el Samnio, César decretó en 90 que se otorgaría la ciudadanía a los itálicos que permanecieran fieles a Roma. Mario acababa de regresar de una gira por el este, y el Senado se vio obligado a recordar que, al fin y al cabo, era un buen general, así que se le pidió que aceptara el mando de un ejército. Mario aceptó con renuencia. Él había estado en su día a favor de conceder la ciudadanía a los itálicos, y ahora se veía obligado a luchar contra ellos por pedir algo que él estimaba justo. Aceptó pero, en todo momento, trató de que los combates fueran poco sangrientos para ambas partes.
Mientras tanto el rey Mitrídates VI del Ponto invadió Bitinia y derrocó a Nicomedes IV. Éste pidió ayuda a Roma que, pese a sus problemas internos, envió una embajada exigiendo a Mitrídates VI que abandonara Bitinia. Aunque Roma no estaba en su mejor momento, es posible que su fama hiciera vacilar a Mitrídates VI, que optó por acatar la orden y así Nicomedes IV recuperó su trono.
En 89 murió César, y el Senado confió el mando supremo a Sila, el cual, desprovisto de los reparos de Mario, no tuvo dificultad en barrer a los rebeldes en todas partes. El Senado anunció que concedería la ciudadanía a todos los itálicos que la pidieran en un plazo de sesenta días, lo cual hizo abandonar la lucha a la mayoría de los itálicos, pero los samnitas continuaron hasta el fin.
En Italia Sila puso fin a la Guerra Social. Las medidas que tomó Roma en los años siguientes para garantizar la lealtad de Italia incluyeron, entre otras cosas, la eliminación paulatina de las lenguas italianas diferentes del latín, especialmente el osco, la lengua de los samnitas. Poco tiempo después el latín era la única lengua de Italia.
En realidad Roma hubiera podido derrotar a los itálicos sin necesidad de concederles la ciudadanía, pero para ello habría necesitado algo más de tiempo, y todo hacía prever que el rey Mitrídates VI del Ponto podía atacar los intereses romanos en Asia de un momento a otro (más que nada porque Roma había estado estimulando a Nicomedes IV de Bitinia para que invadiera el Ponto en venganza por la invasión que éste había sufrido dos años antes.) En efecto, Mitrídades VI se enfureció y sus ejércitos invadieron de nuevo Bitinia, Galacia, Capadocia y ocuparon también la provincia de Asia. El rey ordenó matar a todo comerciante italiano que se hallase en Asia Menor, y se dice que el número de víctimas fue de unas 80.000, aunque la cifra puede ser exagerada. Luego pasó a las islas griegas y finalmente invadió la propia Grecia. Los griegos celebraron encontrar a alguien capaz de resistir a Roma y se unieron a Mitrídates VI.
Tras la Guerra de los Socii (91-88), Mario se apoyó en los cabecillas populares y logró que se le adjudicase la guerra contra Mitrídates en Asia Menor, que ya se había confiado a Sila (88). EL desarrollo de los hechos fue como sigue:
La reacción de Roma contra Mitrídates se vio entorpecida porque había dos generales adecuados para la misión y cada uno de ellos tenía el apoyo de uno de los partidos, y ninguno de los dos estaba dispuesto a permitir que el candidato del partido contrario volviera trinfante a Roma. Los generales eran, naturalmente, Mario y Sila. El Senado nombró rápidamente a Sila como general en jefe, amparándose en que era él quien había puesto fin a la Guerra Social. Mario abordó al tribuno Publio Sulpicio Rufo, que estaba ahogado por unas deudas, y le prometió pagarlas con los beneficios de la guerra. Rufo no tardó en descubrir su vocación demócrata, e hizo aprobar una ley que aumentaba el peso de los votos de los ciudadanos itálicos. A continuación se encargó de transportar a la capital el número oportuno de votantes y logró que Mario fuera elegido como general en jefe. El resultado fue que ni Mario ni Sila podían partir hasta que se decidiera quién tenía realmente el mando. Más exactamente, lo que sucedía es que ninguno estaba dispuesto a abandonar Roma dejando a su rival en la ciudad con un ejército a sus órdenes.
Proscrito por éste, huyó a África.
El ejército de Sila le esperaba en Nápoles, Sila tuvo que escapar de Roma para unirse a él, pero no partió hacia Oriente, sino que marchó sobre Roma. Así empezó la Primera Guerra Civil, del latín ciuis (ciudadano), en la que un general romano se enfrentaba a otro. Sila logró expulsar de Roma a Mario y a Rufo. El segundo fue capturado y asesinado a poca distancia, mientras que Mario fue detenido algo después, escapó milagrosamente de la muerte y finalmente pudo abrirse camino hasta la costa, donde embarcó hacia África. Halló refugio en una isla situada frente a la costa cartaginesa, donde se puso al frente de un grupo de proscritos.
Sila era ahora un indiscutido procónsul. En principio un procónsul era alguien en el que un cónsul delegaba parte de sus funciones, pero ahora quería decir simplemente que ejercía de cónsul aunque no había sido elegido como tal. Hizo aprobar unas leyes constitucionales por las que el Senado tenía únicamente la potestad de dictar leyes (pero no, por ejemplo, la de destituirlo a él).
No obstante, el conflicto en Asia obligó a Sila a partir y Mario aprovechó la ocasión para desembarcar en Etruria; se apoderó de Roma con la ayuda de Cinna y ordenó dar muerte a sus enemigos.
Sila partió finalmente hacia Grecia y no tardó en ocupar Tesalia y Beocia. Los populares reaccionaron en Roma eligiendo cónsul a Lucio Cornelio Cinna, que había tratado inútilmente de detener la expedición de Sila. Luego trató de aplicar una ley que convertiría en ciudadanos a aquellos itálicos que no habían podido obtener la ciudadanía al final de la Guerra Servil. El otro cónsul se opuso y Cinna fue expulsado de Roma. Entonces pidió el apoyo de los itálicos y logró que Mario volviera a Italia. Juntos marcharon contra Roma y la tomaron. Mario se tomó venganza de todas las ofensas que a su juicio le había infligido el Senado. Mató a todos los que consideró sus enemigos, entre los cuales se encontraban numerosos senadores. En toda la historia de Roma el Senado nunca había sufrido una afrenta como ésta, y nunca se recuperó de ella. Su autoridad dejó de ser considerada indiscutible, y en el futuro fueron muchos los generales que no dudaron en pasar por encima del Senado cuando lo estimaron conveniente.
En 86 Mario obligó al Senado a que le nombrara cónsul, pero murió pocos días después, de modo que la ciudad quedó bajo el dominio de Cinna