He leído en el artículo de Almudena Grandes publicado el pasado 24 de noviembre en el diario El País, una frase tan inadmisible en boca de una mujer, y personalmente me declaro incapaz de comprender qué motivó a esta señora a ponerla por escrito si no es que tal vez querría estar en el lugar de la que intenta ridiculizar y sueña ella misma con cuerpos sudorosos que violenten su pudor , que supongo tiene como mujer, aunque ya haya olvidado , supongo, su propia virginidad .
Antonio Muñoz Molina da cumplida réplica en el mismo periódico a la tremenda frase que resulta intolerable e incomprensible , repito y repito atónita, en una mujer , sea del partido o de la tendencia política que sea.
Recordé por un momento el revuelo que armaron hace años mis alumnas cuando leyeron en La Ciudad de Dios la opinión de san Agustín acerca de las vírgenes violadas en Cartago por los vándalos, algunos de cuyos párrafos del libro agustiniano reproduzco abajo , como historiadora de las religiones antiguas ( y el Cristianismo antiguo entra en mi programa) , aunque como mujer que soy no estoy de acuerdo con muchas de sus ideas, porque tiene unas opiniones machistas el de Hipona que, desde luego, no comparto en absoluto.
Dejando al margen a las vírgenes por un momento, personalmente y como señora, libre y demócrata que soy, sin más ideas políticas que las de la libertad y la democracia, sólo puedo decir que aborrezco las guerras y la violencia. Y la INTOLERANCIA .LA FALTA DE RESPETO Y DE EDUCACIÓN.
Simplemente.Vengan de quien vengan. Y en el dia internacional contra la violencia de género ( que yo llamaría “de la violencia contra cualquier ser debil”), lamento que se confunda con sadomasoquismo lo que una mente supuéstamente retrógrada y retorcida ( por hacer esta manifestación, obviamente, que leo y constato y es mi opinión, tan libre como la suya y sólo se refiere a esta frase , que no conozco personalmente a su autora) no puede entender ni respetar:
-En primer lugar, la libre opción de quienes ofrecen el mantenimiento de su virginidad a un dios, sea el que sea, porque no sólo ha habido y hay vírgenes en el Cristianismo ( recuérdese, por ejemplo, a las Vestales romanas, que debían mantenerse vírgenes hasta cierta edad por Roma, simplemente )
- y en segundo lugar, el dolor y la humillación que sufre una mujer violada y maltratada (y prefiero no citar a los menores de edad que ya es otro tema y es muy tarde o muy temprano esta madrugada).
Y cuando hablo de violencia y maltrato , se de qué hablo.
Creo que libertad y democracia no es intentar ofender a los demás por el estilo de vida que elijan , mucho menos por sus creencias, ahora que tanto defendemos velos ajenos como libertad de expresión de individualidades y minorías ( sin recordar que detrás del velo están el burka y la ablación).Pero hay que respetarlo.
¿Por qué no a las vírgenes cristianas que a nadie ofenden y eligen su opción de vida sin hacer daño a nadie?.
¿A quien ofende que haya vírgenes rezando y atendiendo a los enfermos, a los abandonados, a los pobres, a los moribundos?. Tampoco me ofenden las putas. ¿Por qué las monjas?, me pregunto.
Respetamos el velo de las musulmanas . Eso es democracia . Se vende así. ¿Por qué no respetar a las vírgenes, cristianas o no, a las monjas, cristianas o no?. A las solteras, a las putas, a las lesbianas. A todas. SEAN LO QUE SEAN.
¡Seamos libres todos los seres humanos para ser lo que queramos ser y respetemos a todos y sus libertades, no a unos sí y a otros no¡.
Es cuestión de SIMPLE EDUCACIÖN Y CULTURA, que no de progresía ni de colores políticos:Cultura y educación son lo que hacen falta.Lo que de verdad nos hacen libres.Y respetar a los demás.
No respetar una opción de moral , sexo y forma de vida , ya sea de virgen o de prostituta o de lesbiana o color de piel o lo que sea: Oficios, sexo, religión, opiniones, no es democracia, sino fundamentalismo, intolerancia. frustración y resentimiento.
¿Donde está la democracia ni no se respetan las opciones morales de una minoría?. ¿Que no te gustan?…Pues, hija:Esa es la DEMOCRACIA:Jorobarse y aceptar las opiniones de los otros. Que estoy harta de falsos demócratas para lo que ellos quieren.( Sí, ya se que existió el ostracismo ,pero estoy en otro tema…y que a los que no opinaban como la mayoría los expulsaban de Atenas pero eso no se dice, que no toca …).
¡Vamos a jugar a llevarnos bien, por favor¡. A respetarnos todos y dejar los ostraka para la Atenas del siglo IV a.C., que luego se llega a Hitler y se rasga uno las vestiduras…Buen ejercicio de reflexión: Sor Maravillas, los ostraka y Hitler. ¡Vaya lío¡.
Y que conste que ni conozco a dicha monja ni me importa un pepino si tiene placa o no ( a ella, la pobre, ya muerta, tampoco , “la cebada al rabo”, como al burro muerto, que dice el refrán ).
Por mi como si le ponen al lado una placa a la Pasionaria, a la que admiro como mujer luchadora, sea de la ideología que sea. A ver si aprendemos a juntar extremos sin que chirríe la modernidad. Eso SI es democracia:Remar todos hacia adelante para que no se hunda el barco , dando vueltas en el remolino de la intolerancia de unos y otros.
Repito y pido . RESPETEMONOS TODOS. ESO SI ES DEMOCRACIA. NO QUE TODOS PIENSEN COMO TÚ.
Creo que en esta época en la que AÚN mueren mujeres por la violencia de género cada mínuto, en una época en la que AÚN se sigue mutilando a miles de niñas cada día y los débiles son torturados y humillados cotidianamente ante la indiferencia de “gentes democráticas que luchan por la igualdad de los seres humanos “, habría que evitar bromas de tan mal gusto como la frasecita de marras.
Escribo abajo, porque viene a cuento, para quien le interese, en mi condición de profesora de Religiones Antiguas, unos párrafos de San Agustín que se refiere a la fortaleza de la mujer violada, que leo entendiendolo en el contexto de un escritor cristiano del siglo IV, en muchas cosas completamente trasnochado, como cuando dice que una mujer NO VIRGEN es INÚTIL ( no se para qué, pero en fin ):”
Una partera examinando con la mano la virginidad de una doncella, lo fuese por odio o por ignorancia en su profesión, o por acaso, andándola registrando, la echó a perder y dejó inútil”
Yo entiendo esta doctrina agustiniana como mujer, simplemente. Como ser humano que soy. Que hace lo que puede contra la violencia y la intolerancia y cualquier fundamentalismo, venga de quien venga y profese la doctrina , idea política o religión que profese.No comparto, claro, muchas ideas de San Agustín( tampoco de Mahoma o del vecino del quinto . Y no pasa nada. Pero pido por favor, respeto a cualquier opción de vida, sexual o ideología del lado que sea. No solo tiene que haber libertad y respeto para ser puta o casarse por la Iglesia que sea o como se quiera . También para ser virgen (no, no lo soy). Y para ser monja. Que tampoco lo soy. Ni lo otro. Al menos por ahora. Mañana no se si seré cualquiera de todas ellas ( Sí. Se puede volver a ser virgen. Si no lo creéis… leed La Celestina).
Hablando más en serio: Por favor: Dejennos los pretendidos demócratas de boquilla a TODOS ( género que incluye a femeninos y masculinos que ya no se si existe o no y debo decir todos-todas o es que simplemente ha caído en desuso por incultura…) ser libres y relativamente felices. Y pensar y vivir como queramos. Por favor.
Ya tenemos bastante dolor con ser mortales y ser “una pasión inútil” como para suponer, además, que las mujeres, vírgenes o no, pueden disfrutar de la violación (si están en lo que yo creo que es “su sano juicio”, claro, de otras cosas, como sadomaso no opino).
Mis alumnas chillaban entonces , viniendo de clase de filosofía (¡Como recuerdo a Samarach, compañero ya fallecido¡) sólo al pensar que alguien pudiese simplemente insinuar que podía existir el placer femenino con la violación . Y me contaron y entonces me enteré, que San Agustín afirmaba en dicha obra que “si las vírgenes violadas en Cartago por los vándalos habían disfrutado con ello , no se las podía canonizar”.
Ahora no encuentro el párrafo del santo con tal afirmación y ya es bastante tarde como para leerme en esta fría noche toda La Ciudad de Dios. Pero creo que afirma todo lo contrario: Si no violan tu alma, si no has consentido, no has sido violada ante los ojos de tu Dios, que al fin y al cabo, es quien te importa.
Ellas, unas cuantas de mis alumnas , adultas, casadas, otras solteras, profesionales reconocidas, amas de casa, estudiantes universitarias y trabajadoras a la vez, estaban escandalizadas y ponían a San Agustín de machista perdido porque pensaba que tal cosa podía suceder.
Fue hace más de veinte años…
¿Tanto hemos retrocedido que ahora puede, no insinuarlo, sino creo que afirmarlo, una mujer?. ( o a lo mejor es que no he entendido la broma, que no puedo entender).
Copio algunos párrafos de La Ciudad de Dios y las vírgenes de la primera web en que he encontrado la obra.
No se si coincide o no con las versiones católicas ni puedo ahora contrastarlas. Como indicativo del pensamiento de Agustín de Hipona y curiosida coincidencia con el revuelo actual, creo que vale la pena echarle un vistazo, porque el tema de la virginidad está de actualidad. Y leer a san Agustín es cultura, como leer a Mao o a Marx o el Corán o el Asno de Oro .No salen granos tampoco por leer la Biblia.
Repito: Cultura es lo que necesitamos. Y educación. Más educación.
http://www.iglesiareformada.com/Agustin_Ciudad_1.html
La Ciudad de Dios por San Agustín
Libro Primero
CAPITULO XVI
Si las violencias que quizá padecieron las santas doncellas en su cautiverio pudieron contaminar la virtud del ánimo sin el consentimiento de la voluntad
Piensan seguramente que ponen un crimen enorme a los cristianos cuando, exagerando su cautiverio, añaden también que se cometieron impurezas, no sólo en las casadas y doncellas, sino también en las monjas, aunque en este punto ni la fe, ni la piedad, ni la misma virtud que se apellida castidad, sino nuestro frágil discurso es el que, entre el pudor y la razón, se halla como en caso de confusión o en un aprieto, del que no puede evadirse sin peligro; mas en esta materia no cuidamos tanto de contestar a los extraños como de consolar a los nuestros.
En cuanto a lo primero, sea, pues, fundamento fijo, sólido e incontestable, que la virtud con que vivimos rectamente desde el recinto del alma ejerce su imperio sobre los miembros del cuerpo, y que éste se hace santo con el uso y medio de una voluntad santa, y estando ella incorrupta y firme, cualquiera cosa que otro hiciere del cuerpo o en el cuerpo que, sin pecado propio, no se pueda evitar, es sin culpa del que padece. Y por cuanto no sólo se pueden cometer en un cuerpo ajeno acciones que causen dolor, sino también gusto sensual, lo que así se cometió, aunque no quita la honestidad, que con ánimo constante se conserve, con todo causa pudor para que así no se crea que se perpetró con anuencia de la voluntad lo que acaso no pudo ejecutarse sin algún deleite carnal; y por este motivo, ¿qué humano afecto habrá que no excuse o perdone a las que se dieron muerte por no sufrir esta calamidad?
Pero respecto de las otras que no se mataron por librarse con su muerte de un pecado ajeno, cualesquiera que les acuse de este defecto, si le padecieron, no se excusa de ser reputado por necio.
CAPITULO XVII
De la muerte voluntaria por miedo de la pena o deshonra
Si a ninguno de los hombres es lícito matar a otro de propia autoridad, aunque verdaderamente sea culpado, porque ni la ley divina ni la humana nos da facultad para quitarle la vida; sin duda que el que se mata a sí mismo también es homicida, haciéndose tanto más culpado cuando se dio muerte, cuanta menos razón tuvo para matarse; porque si justamente abominamos de la acción de Judas y la misma verdad condena su deliberación, pues con ahorcarse más acrecentó que satisfizo el crimen de su traición (ya que, desesperado ya de la divina misericordia y pesaroso de su pecado, no dio lugar a arrepentirse y hacer una saludable penitencia), ¿cuánto más debe abstenerse de quitarse la vida el que con muerte tan infeliz nada tiene en sí que castigar?
Y en esto hay notable diferencia, porque Judas, cuando se dio muerte, la dio a un hombre malvado, y, con todo, acabó esta vida no sólo culpado en la muerte del Redentor, sino en la suya propia, pues aunque se mató por un pecado suyo, en su muerte hizo otro pecado.
CAPITULO XVIII
De la torpeza ajena y violenta que padece en su forzado cuerpo una persona contra su voluntad
Pregunto, pues, ¿por qué el hombre, que a nadie ofende ni hace mal, ha de hacerse mal a sí propio y quitándose la vida ha de matar a un hombre sin culpa, por no sufrir la culpa de otro, cometiendo contra sí un pecado propio, porque no. se cometa en él el ajeno?
Dirán: porque teme ser manchado con ajena torpeza; pero siendo, como es, la honestidad ,una virtud del alma, y teniendo, como tiene, por compañera la fortaleza, con la cual puede resolver el padecer ante cualesquiera aflicciones que consentir en un solo pecado, y no estando, como no está, en la mano y facultad del hombre más magnánimo y honesto lo que puede suceder de su cuerpo, sino sólo el consentir con la voluntad o disentir, ¿quién habrá que tenga entendimiento sano que juzgue que pierde su honestidad, si acaso en su cautivo y violentado cuerpo se saciase la sensualidad ajena?
Porque si de este modo se pierde la honestidad, no será virtud del alma ni será de los bienes con que se vive virtuosamente, sino será de los bienes del cuerpo, como son las fuerzas, la hermosura, la complexión sana y otras cualidades semejantes, las cuales dotes, aunque decaigan en nosotros, de ninguna manera nos acortan la vida buena y virtuosa; y si la honestidad corresponde a alguna de estas prendas tan estimadas, ¿por qué procuramos, aun con riesgo del cuerpo, que no se nos pierda?
Pero si toca a los bienes del alma, aunque sea forzado y padezca el cuerpo, no por eso se pierde; antes bien, siempre que la santa continencia no se rinda a las impurezas de la carnal concupiscencia, santifica también el mismo cuerpo. Por tanto, cuando con invencible propósito persevera en no rendirse, tampoco se pierde la castidad del mismo cuerpo, porque está constante la voluntad en usar bien y santamente de él, y cuanto consiste en él, también la facultad.
El cuerpo no es santo porque sus miembros estén íntegros o exentos de tocamientos torpes, pues pueden, por diversos accidentes, siendo heridos, padecer fuerza, y a veces observamos que los médicos, haciendo sus curaciones, ejecutan en los remedios que causan horror. Una partera examinando con la mano la virginidad de una doncella, lo fuese por odio o por ignorancia en su profesión, o por acaso, andándola registrando, la echó a perder y dejó inútil; no creo por eso que haya alguno tan necio que presuma que perdió la doncella por esta acción la santidad de su cuerpo, aunque perdiese la integridad de la parte lacerada; y así cuando permanece firme el propósito de la voluntad por el cual merece ser santificado el cuerpo, tampoco la violencia de ajena sensualidad le quita al mismo cuerpo la santidad que conserva in violable la perseverancia en su continencia. Pregunto: si una mujer fuese con voluntad depravada, y trocado el propósito que había hecho a Dios a que la deshonrase uno que la había seducido y engañado, antes que llegue al paraje designado, mientras va aún caminando, ¿diremos que es ésta santa en el cuerpo, habiendo ya perdido la santidad del alma con que se santificaba el cuerpo? Dios nos libre de semejante error. De esta doctrina debemos deducir que, así como se pierde la santidad del cuerpo, perdida ya la del alma, aunque el cuerpo quede íntegro e intacto, así tampoco se pierde la santidad del cuerpo quedando entera la santidad del alma, no obstante de que el cuerpo padezca violencia; por lo cual, si una mujer que fuese forzada violentamente sin consentimiento suyo, y padeció menoscabo en su cuerpo con pecado ajeno, no tiene que castigar en sí, matándose voluntariamente, ¿cuánto más antes que nada suceda, porque no venga a cometer un homicidio cierto, estando el mismo pecado, aunque ajeno, todavía incierto? Por ventura, ¿se atreverán a contradecir a esta razón tan evidente con que probamos que cuando se violenta un cuerpo, sin haber habido mutación en el propósito de la castidad, consintiendo en el pecado, es sólo culpa de aquel que conoce por fuerza a la mujer, y no de la que es forzada y de ningún modo consiente con quien la conoce? ¿Tendrán atrevimiento, digo, a contradecir estas reflexiones aquellos contra quienes defendemos que no sólo las conciencias, sino también los cuerpos de las mujeres cristianas que padecieron fuerza en el cautiverio fueron inculpables y santos?
CAPITULO XIX
De Lucrecia, que se mató por haber sido forzada
Celebran y ensalzan los antiguos con repetidas alabanzas a Lucrecia, ilustre romana, por su honestidad y haber padecido la afrenta de ser forzada por el hijo del rey Tarquino el Soberbio. Luego que salió de tan apretado lance, descubrió la insolencia de Sexto a su marido Colatino y a su deudo Junio Bruto, varones esclarecidos por su linaje y valor, empeñándolos en la venganza; pero, impaciente y dolorosa de la torpeza cometida en su persona, se quitó al punto la vida. A vista de este lamentable suceso, ¿qué diremos? ¿En qué concepto hemos de tener a Lucrecia, en el de casta o en el de adúltera? Pero quién hay que repare en esta controversia? A este propósito, con verdad y elegancia, dijo un célebre político en una declaración: «Maravillosa cosa; dos fueron, y uno sólo cometió el adulterio; caso estupendo, pero cierto.» Porque, dando a entender que en esta acción en el uno había habido un apetito torpe y en la otra una voluntad casta, y atendiendo a lo que resultó, no de la unión de los miembros, sino de la diversidad de los ánimos; dos, dice, fueron, y uno sólo cometió el adulterio. Pero ¿qué novedad es ésta que veo castigada con mayor rigor a la que no cometió el adulterio? A Sexto, que es el causante, le destierran de su patria juntamente con su padre, y a Lucrecia la veo acabar su inocente vida con la pena más acerba que prescribe la ley: si no es deshonesta la que padece forzada, tampoco es justa la que castiga a la honesta. A vosotros apelo, leyes y magistrados romanos, pues aun después, de cometidos los delitos jamás permitisteis matar libremente a un facineroso sin formarle primero proceso, ventilar su causa por los trámites del Derecho y condenarle luego; si alguno presentase esta causa en vuestro tribunal y os constase por legítimas pruebas que habían muerto a una señora, no sólo sin oírla ni condenarla, sino también siendo casta e inocente, pregunto: ¿no castigaríais semejante delito con el rigor y severidad que merece?. Esto hizo aquella celebrada Lucrecia: a la inocente, casta y forzada Lucrecia la mató la misma Lucrecia; sentenciadlo vosotros, y si os excusáis diciendo no podéis ejecutarlo porque no está presente para poderla castigar, ¿por qué razón a la misma que mató a una mujer casta e inocente la celebráis con tantas alabanzas? Aunque a presencia de los jueces infernales, cuales comúnmente nos los fingen vuestros poetas, de ningún modo podéis defenderla estando ya condenada entre aquellos que con su propia mano, sin culpa, se dieron muerte, y, aburridos de su vida, fueron pródigos de sus almas a quien. deseando volver acá no la dejan ya las irrevocables leyes y la odiosa laguna con sus tristes ondas la detiene; por ventura, ¿no está allí porque se mató, no inocentemente, sino porque la remordió la conciencia? ¿Qué sabemos lo que ella solamente pudo saber, si llevada de su deleite consintió con Sexto que la violentaba, y, arrepentida de la fealdad de esta acción, tuvo tanto sentimiento que creyese no podía satisfacer tan horrendo crimen sino con su muerte? Pero ni aun así debía matarse, si podía acaso hacer alguna penitencia que la aprovechase delante de sus dioses. Con todo, si por fortuna es así, y fue falsa la conjetura de que dos fueron en el acto y uno sólo el que cometió el adulterio, cuando, por el contrario, se presumía que ambos lo perpetraron, el uno con evidente fuerza y la otra con interior consentimiento, en este caso Lucrecia no se mató inocente ni exenta de culpa, y por este motivo los que defienden su causa podrán decir que no está en los infiernos entre aquellos que sin culpa se dieron la muerte con sus propias manos; pero de tal modo se estrecha por ambos extremos el argumento, que si se excusa el homicidio se confirma el adulterio, y si se purga éste se le acumula aquél; por fin, no es dable dar fácil solución a este dilema: si es adúltera, ¿por qué la alaban?, y si es honesta, ¿por qué la matan? Mas respecto de nosotros, éste es un ilustre ejemplo para convencer a los que, ajenos de imaginar con rectitud, se burlan de las cristianas que fueron violadas en su cautiverio, y para nuestro consuelo bastan los dignos loores con que otros han ensalzado a Lucrecia, repitiendo que dos fueron y uno cometió el adulterio, porque todo el pueblo romano quiso mejor creer que en Lucrecia no hubo consentimiento que denigrase su honor, que persuadirse que accedió sin constancia a un crimen tan grave. Así es que el haberse quitado la vida por sus propias manos no fue porque fuese adúltera, aunque lo padeció inculpablemente; ni por amor a la castidad, sino por flaqueza y temor de la vergüenza. Tuvo, pues, vergüenza de la torpeza ajena que se había cometido en ella, aunque no con ella, y siendo como era mujer romana, ilustre por sangre y ambiciosa de honores, temió creyese él vulgo que la violencia que había sufrido en vida había sido con voluntad suya; por esto quiso poner a los ojos de los hombres aquella pena con que se castigó, para que fuese testigo de su voluntad ante aquellos a quienes no podía manifestar su conciencia. Tuvo, pues, un pudor inimitable y un justo recelo de que alguno presumiese había sido cómplice en el delito, si la injuria que Sexto había cometido torpemente en su persona la sufriese con paciencia. Mas no lo practicaron así las mujeres cristianas, que habiendo tolerado igual desventura aun viven; pero tampoco vengaron en si el pecado ajeno, por no añadir a las culpas ajenas las propias, como lo hicieran, si porque el enemigo con brutal apetito sació en ellas sus torpes deseos, ellas precisamente por el pudor público fueran homicidas de sí mismas. Es que tenían dentro de sí mismas la gloria de su honestidad, el testimonio de su conciencia, que ponen delante de los ojos de su Dios, y no desean más cuando obran con rectitud ni pretenden otra cosa por no apartarse de la autoridad de la ley divina, aunque a veces se expongan a las sospechas humanas.
CAPITULO XX
Que no hay autoridad que permita en ningún caso a los cristianos el quitarse a sí propios la vida
Por eso, no sin motivo, vemos que en ninguno de los libros santos y canónicos se dice que Dios nos mande o permita que nos demos la muerte a nosotros propios, ni aun por conseguir la inmortalidad, ni por excusarnos o libertarnos de cualquiera
calamidad o desventura. Debemos asimismo entender que nos comprende a nosotros la ley, cuando dice Dios, por boca de Moisés: «no matarás», porque no añadió a tu prójimo, así como cuando nos vedó decir falso testimonio, añadió: «no dirás falso testimonio contra tu prójimo«; mas no por eso, si alguno dijere falso testimonio contra sí mismo, ha de pensar que se excusa de este pecado, porque la regla de amar al prójimo la tomó el mismo autor del amor de si mismo, pues dice la Escritura: «amarás a tu prójimo como a ti mismo», y si no menos incurre en la culpa de un falso testimonio el que contra sí propio le dice que si le dijera contra su prójimo, aunque en el precepto donde se prohíbe el falso testimonio se prohíbe específicamente contra el prójimo, y acaso puede figurárseles a los que no lo entienden bien que no está vedado que uno le diga contra sí mismo; cuánto más se
debe entender que no es licito al hombre el matarse a sí mismo, pues donde dice la Escritura «no matarás», aunque después no añada otra particularidad, se entiende que a ninguno exceptúa, ni aun al mismo a quien se lo manda. Por este motivo hay
algunos que quieren extender este precepto a las bestias, de modo que no podemos matar ninguna de ellas; pero si esto es cierto en su hipótesis, ¿por qué no incluyen las hierbas y todo que por la raíz se sustenta y planta en la tierra? Pues todos estos
vegetales, aunque no sientan, con todo se dice que viven y, por consiguiente, pueden morir; así pues, siempre que las hicieren fuerza las podrán matar, en comprobación de esta doctrina, el apóstol de las gentes, hablando de semejantes semillas dice: «Lo que tú siembras no se vivifica si no muere primero»; y el salmista dijo: «matóles sus vidas con granizo». Y acaso cuando nos mandan no matarás», ¿diremos que es pecado arrancar una planta? Y si así lo concediésemos, ¿no caeríamos en el error de los maniqueos? Dejando, pues, a un lado estos dislates, cuando dice «no matarás« », debemos comprender que esto no pudo decirse de las plantas, porque en ellas no hay sentido; ni de los irracionales, como son: aves, peces, brutos y reptiles, porque carecen de entendimiento para comunicarse con nosotros; y así, por justa disposición del Criador, su vida y muerte está sujeta a
nuestras necesidades y voluntad. Resta, Pues, que entendamos lo que Dios prescribe respecto al hombre: dice «no matarás», es decir, a otro hombre; luego ni a ti propio, porque el que se mata a sí no mata a otro que a un hombre.
De las muertes de hombres en que no hay homicidio
A pesar de lo arriba dicho, el mismo legislador que así lo mandó expresamente señaló varias excepciones, como son, siempre que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo por medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no mata quien presta su ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es instrumento del que la usa; por consiguiente, no violan este precepto, «no matarás», los que por orden de Dios declararon guerras o representando la potestad pública y obrando según el imperio de la justicia castigaron a los facinerosos y perversos quitándoles la vida. Por esta causa, Abraham, estando resuelto a sacrificar al hijo único que tenía, no solamente no fue notado de crueldad, sino que fue ensalzado y alabado por su piedad para con Dios, pues aunque, cumpliendo el mandato divino, determinó quitar la vida a Isaac, no efectuó esta acción por ejecutar un hecho pecaminoso, sino por obedecer a los preceptos de Dios, y éste es el motivo porque se duda, con razón, si se debe tener por mandamiento expreso de Dios lo que ejecutó Jepté matando a su hija cuando salió al encuentro para darle el parabién de su victoria, en conformidad con el voto solemne que había hecho de sacrificar a Dios el primero que saliese a recibirle cuando volviese victorioso. Y la muerte de Sansón no por otra causa se justifica cuando justamente con los enemigos quiso perecer bajo las ruinas del templo, sino porque secretamente se lo había inspirado el espíritu de Dios, por cuyo medio hizo acciones milagrosas que causan admiración. Exceptuados, pues, estos casos y personas a quienes el Omnipotente manda matar expresamente o la ley que justifica este hecho y presta su autoridad, cualquiera otro que quitase la vida a un hombre, ya sea a sí mismo, ya a otro, incurre en el crimen de homicidio.
CAPITULO XXII
Que en, ningún caso puede llamarse a la muerte voluntaria grandeza de ánimo
Todos los que han ejecutado en sus personas muerte voluntaria podrán ser, acaso, dignos de admiración por su grandeza de ánimo, mas no alabados por cuerdos y sabios; aunque si con exactitud consultásemos a la razón (móvil de nuestras acciones), advertiríamos no debe llamarse grandeza de ánimo cuando uno, no pudiendo sufrir algunas adversidades o pecados de otros, se mata a sí mismo porque en este caso muestra más claramente su flaqueza, no pudiendo tolerar la dura servidumbre de su cuerpo o la necia opinión del vulgo; pero si deberá tenerse por grandeza de ánimo la de aquel que sabe soportar las penalidades de la vida y no huye de ellas, como la del que sabe despreciar las ilusiones del juicio humano, particularmente las del vulgo, cuya mayor parte está generalmente impregnada de errores, si atendemos a las máximas que dicta la luz y la pureza de una conciencia sana. Y si se cree que es una acción capaz de realizar la grandeza de ánimo de un corazón constante el matarse a sí mismo, sin duda que Cleombroto es singular en esta constancia, pues de él refieren que, habiendo leído el libro de Platón donde trata de la inmortalidad del alma, se arrojó de un muro, y de este modo pasó de la vida presente a la futura, teniéndola por la más dichosa, ya que no le había obligado ninguna calamidad ni culpa verdadera o falsa a matarse por no poderla sufrir y sólo su grandeza de ánimo fue la que excitó su constancia a romper los suaves lazos de la vida con que se hallaba aprisionado; pero de que cita acción fue temeraria y no efecto de admirable fortaleza, pudo desengañarle el mismo Platón, quien seguramente se hubiera muerto a sí mismo y mandado a los hombres lo ejecutasen así, si reflexionando sobre la inmortalidad del alma, no creyera que semejante despecho no solamente no debía practicarse, sino que debía prohibirse.
CAPITULO XXIII
Sobre el concepto que debe formarse del ejemplo de Catón, que, no pudiendo sufrir la victoria de César, se mató
Dirán que muchos se mataron por no venir en poder de sus enemigos; pero, por ahora, no disputamos si se hizo, sino si se debió hacer, en atención a que, en iguales circunstancias, a los ejemplos debemos anteponer la razón con quien concuerdan éstos, y no cualesquiera de ellos, sino los que son tanto más dignos de imitar cuanto son más excelentes en piedad. No lo hicieron ni los patriarcas, ni los profetas, ni los apóstoles hicieron esto. El mismo Cristo Señor Nuestro, cuando aconsejó a sus discípulos que siempre que padeciesen persecución huyesen de una ciudad a otra, les pudo decir que se quitasen la vida para no venir a manos de sus perseguidores; y si el Redentor no mandó ni aconsejó que de este modo saliesen los apóstoles de esta vida miserable (a quienes en muriendo, prometió tenerles preparadas las moradas eternas), aunque nos opongan los gentiles cuantos ejemplares quieran, es manifiesto que semejante atentado no es lícito a los que adoran a un Dios verdadero; no obstante que las naciones que no conocieron a Dios, a excepción de Lucrecia, no hallan otros personajes con cuyo ejemplo puedan eludir nuestra doctrina sólo Catón, precisamente porque fuese quien ejecutó en sí este crimen, fue reputado entre los hombres por bien y docto. Y éste es el motivo que puede hacer creer a algunos que cuando Catón tomó esta deliberación, podía hacerse, o que él tenía facultad para ejecutarlo cuando lo puso en práctica: Pero de un hecho tan temerario, ¿qué podré yo decir sino que algunas personas doctas, amigos suyos, que con más cordura le disuadían de su determinación, consideración esta acción como hija de un espíritu débil y no de un corazón fuerte? Pues por ella venía a manifestar, no la virtud que huye de las acciones torpes, sino la flaqueza que no puede sufrir las adversidades, lo cual dio a entender el mismo Catón en la persona de su hijo; porque si era cosa vergonzosa vivir bajo los triunfos y protección de César, como lo aconsejaba a su hijo, a quien persuadió tuviese confianza, que alcanzaría de la benignidad de César cuanto le pidiese, ¿por qué no le excitó a que, imitando su ejemplo, se matase con él? Si Torcuato, loablemente, quita la vida a su hijo, que contra su orden presentó la batalla al enemigo, no obstante de quedar vencedor, ¿por qué Catón vencido perdona a su hijo vencido, no habiéndose perdonado a sí propio? ¿Por ventura era acaso acción más humillante ser vencedor contra el mandato que contra el decoro de sufrir al vencedor? Luego Catón no tuvo por ignominioso vivir bajo la tutela de César vencedor; pues si hubiera sentido lo contrario, con su propia espada libertaría a su hijo de esta deshonra. ¿Y cuál pudo ser el motivo de esta persuasión paterna? Sin duda no fue otro tan singular como fue el amor que tuvo a su hijo, a quien quiso que César perdonase; tanta fue la envidia que tuvo de la gloria del mismo César, porque no llegase el caso de ser perdonado de éste, como refieren que lo dijo César, o para expresarlo con más suavidad, tanta fue la vergüenza de hacerse prisionero de su enemigo.
CAPITULO XXIV
Que en la virtud en que Régulo superó a ,Catón se aventajan, mucho más los cristianos
Los incrédulos, contra cuyas opiniones disputamos, no quieren que antepongamos a Catón, un varón tan santo como fue Job, que quiso más padecer en su cuerpo horribles y pestíferos males, que, con darse muerte, carecer de todos aquellos tormentos, o a otros santos que, por el irrefragable testimonio de nuestros libros, tan autorizados como dignos de fe, consta quisieron más sufrir el cautiverio de sus enemigos que darse a sí propios la muerte. Con todo, por lo que resulta de los libros de estos fanáticos, a M. Catón podemos preferir Marco Régulo, en atención a que Catón jamás venció en campal batalla a César, siendo así que César había vencido a Catón, el cual, viéndose vencido, no quiso postrar su orgullosa cerviz sujetándose a su albedrío, y por no rendirse quiso más matarse a si propio; pero Régulo había ya batido y vencido varias veces a los cartagineses, y siendo aún general, había alcanzado para el Imperio romano una señalada victoria, no lastimosa para sus mismos ciudadanos, sino célebre por ser de sus enemigos; y, con todo, vencido al fin por los africanos, quiso más sufrir sus injurias sirviendo como esclavo que huir de la esclavitud dándose la muerte; y así, bajo el yugo de los cartagineses, mostró paciencia, y en el amor a su patria constancia, no privando a los enemigos de un cuerpo ya vencido, ni a sus ciudadanos de un ánimo invencible. Jamás tuvo la idea de quitarse la vida por insufribles que fuesen sus calamidades, y esto lo hizo por el deseo de conservar la vida; cuya presunción ratificó cuando, en virtud del juramento referido, volvió sin recelo al poder de sus contrarios, a quienes había causado en el Senado mayor perjuicio con sus raciocinios y dictamen que en campaña con su acreditado valor y temibles ejércitos. Así, pues, un tan gran menospreciador de la vida presente, que quiso más terminar su carrera entre enemigos crueles, padeciendo toda suerte de desdichas, que darse por sí mismo la muerte, sin duda que tuvo por horrendo crimen que el hombre a sí mismo se quite la vida. Entre todos sus varones insignes en virtud, armas y letras, no hacen alarde los romanos de otro mejor que de Régulo, a quien ni la felicidad le perdió; pues con tantas victorias murió pobre, ni la infelicidad quebrantó su constante ánimo, puesto que volvió sin temor a una servidumbre tan fiera, sólo por atender la felicidad de su patria; y si tales hombres, acérrimos defensores de Roma y de sus dioses (a quienes adoraban con el mayor respeto, observando religiosamente los juramentos que por ellos hacían), pudieron quitar la vida a sus enemigos, atendiendo el derecho de la guerra, éstos, ya que la veían conservada por la piedad del vencedor, no quisieron matarse a sí propios; pues no temiendo los horrores de la muerte, tuvieron por más acertado sufrir el yugo de sus señores que tomársela por sus propias manos. A vista de tales ejemplos, ¿con cuánta mayor razón los cristianos, que adoran a un Dios verdadero y aspiran a la patria celestial, deben guardarse de cometer este pecado, siempre que la Divina Providencia los sujete al imperio de sus enemigos, ya para probar la rectitud de su corazón, ya para su corrección? Pues es indudable que en tal calamidad no los desampara aquel gran Dios, que, siendo el Señor de los señores, vino en traje tan humilde a este mundo, para enseñarnos con su ejemplo a practicar la humildad, por lo cual, aquellos mismos a quienes ninguna ley, derecho militar ni práctica autoriza para atar al enemigo vencido, deben ser más cuidadosos en conservar vidas y no quebrantar las divinas sanciones.
CAPITULO XXV
Que no se debe evitar un pecado con otro pecado
¿Qué error tan craso es el que se apodera de nuestra imaginación cuando llega a persuadir al hombre se mate a sí mismo, ya sea porque su enemigo pecó contra él, o por que no peque cuando no se atreve a matar al mismo enemigo que peca o ha de pecar? Dirán que se debe temer que el cuerpo, sujeto al apetito sensual del enemigo, convide y atraiga con él demasiado regaló al alma a consentir en el pecado; y por eso añaden que debe matarse uno a sí mismo, no ya por el pecado ajeno, sino por el suyo propio antes que le cometa; pero de ningún modo consentirá en tal flaqueza un alma que acceda al apetito carnal, irritada con el torpe deseo de otro; un alma, digo, que está más sujeta a Dios y a su admirable sabiduría que el apetito corporal; y si es una acción detestable y una maldad abominable el matarse el hombre a sí mismo, como la misma verdad nos lo predica, ¿quién será tan necio que diga: pequemos ahora para que no pequemos después; cometamos ahora el homicidio, no sea que después caigamos en adulterio? Pregunto: si dado caso que domine en nuestros corazones con tanto despotismo la maldad, que no escojamos ni echemos mano de la inocencia, sino de los pecados, ¿no será mejor el adulterio incierto futuro que el homicidio cierto de presente? ¿No sería menos culpable cometer un pecado que se pueda restaurar con la penitencia que cometer otro en que no se deja tiempo para hacerla? Esto he dicho por aquellos que por evitar el pecado, no ajeno, sino propio (no sea que a causa del ajeno apetito vengan a consentir también con el propio irritado), piensan que deben hacerse fuerza a sí y matarse. Pero líbrenos Dios que el alma cristiana que confía en su Dios, teniendo puesta en él su esperanza y estribando en su favor y ayuda, caiga, se rinda y ceda a un deleite carnal para consentir en una torpeza, aumentando un delito con otro delito. Y si la resistencia carnal, que había aun en los miembros moribundos, se mueve como por un privilegio suyo contra el de nuestra voluntad, cuánto más será (sin mediar culpa) en el cuerpo del que no consiente, si se halla (sin culpa) en el cuerpo del que duerme.
CAPITULO XXVI
Cuando vemos que los Santos hicieron cosas que, no son lícitas, ¿cómo debemos creer que las hicieron?
Pero instarán diciendo que algunas santas mujeres, en tiempo de la persecución, por librarse de los bárbaros que perseguían su honestidad, se arrojaron en los ríos, cuyas arrebatadas aguas habían de ahogarlas, precisamente, y que de esto murieron, a las que, sin embargo, la Iglesia celebra con particular veneración en sus martirologios. De éstas no me atreveré a afirmar cosa alguna sin preceder un juicio muy circunstanciado, porque ignoro si el Espíritu Santo persuadió a la Iglesia con testimonios fidedignos a que celebrase su memoria; y puede ser que sea así. ¿Y quién podrá averiguar si estas heroínas lo hicieron no seducidas de la humana ignorancia, sino inspiradas por alguna revelación divina, y no errando, sino obedeciendo a los altos e inescrutables decretos del Criador? Así como de Sansón no es justo que creamos otra cosa, sino lo que nos dice la Escritura y exponen los Santos Padres; y cuando Dios así lo prescribe, ¿quién osará poner tacha en tal obediencia? ¿Quién criticará una obra piadosa? Pero no por eso obrará bien quien se determinare a sacrificar su hijo a Dios, movido de que Abraham lo hizo, y que de esta acción le resultó una gloria incomparable y su justificación; porque también el soldado, cuando, obedeciendo a su capitán, a quien inmediatamente está sujeto, mata a un hombre, por ninguna ley civil incurre en la culpa de homicida; antes, por el contrario, si no obedece a la voz de su jefe, incurre en la pena de los transgresores de las leyes militares, y si lo ejecutase por su propia autoridad y sin mandato, incurrirá en la culpa de haber derramado sangre humana; así pues, por la misma razón que le castigarán si lo ejecuta sin ser mandado, por la misma le castigarán si no lo hiciera mandándoselo; y si esto sucede cuando lo manda un general, ¿con cuánta más razón si así lo prescribiese el Criador? El que oye que no es lícito matarse, hágalo si así se lo previene Aquel cuyo mandamiento no se puede traspasar, pero atienda con el mayor cuidado si el divino mandato vacila en alguna incertidumbre. Nosotros, por lo que oímos, examinamos la conciencia, mas no nos usurpamos e¡ juzgar de lo que nos es oculto, pues nadie sabe lo que pasa en el hombre, sino su espíritu, que está con él. Lo que decimos, lo que afirmamos, lo que en todas maneras aprobamos, es que ninguno debe darse la muerte de su propia voluntad, como con achaque de excusar las molestias temporales, porque puede caer en las eternas; ninguno debe hacerlo por pecados ajenos, porque por el mismo hecho no se haga reo de un pecado propio gravísimo y mayor que aquel a quien no tocaba el ajeno; ninguno por pecados pasados, porque para éstos tenemos más necesidad de la vida, para enmendarlos con la penitencia, y ninguno por deseo de mejor vida que espera en muriendo, porque a los culpados en su muerte, después de muertos, no les aguarda mejor vida.
CAPITULO XXVII
Si por evitar el pecado se debe tomar muerte voluntaria
Réstanos una causa que exponer, de la que ya habíamos empezado a tratar, y es que es muy importante darse la muerte por no caer en el pecado, ya sea convidado por la blandura del deleite o forzado por la crudeza del dolor; pero; si admitiésemos esta causa, pasaría tan adelante, que nos obligase a exhortar a los hombres a que se matasen, especialmente cuando, habiéndose purificado con el agua del bautismo, acaban de recibir el perdón de todos sus pecados, porque entonces es tiempo a propósito para guardarse de todos los pecados que pueden sobrevenir cuando ya están perdonados; lo cual, si se hace bien en la muerte voluntaria, ¿por qué no se hará entonces más que nunca? ¿Por qué todos los que se bautizan no se matan? ¿Por qué, habiéndose una vez librado, vuelven nuevamente a meterse en tantos peligros como hay en esta vida, siendo fácil medio para huir de todos el darse muerte? Y diciendo la Escritura «que quien ama el peligro cae en él», ¿por qué motivos se aman tantos y tan graves peligros? O, si no se aman verdaderamente, ¿por qué se meten los hombres en ellos? ¿Para qué se queda en esta vida aquel a quien es lícito irse de ella? Por ventura, ¿puede haber error tan disparatado, que trastorne el juicio de un hombre y no le deje reflexionar en aquella verdad que, si no se debe matar por no caer en pecado, viviendo en poder del que la cautivó; piense que le está bien el vivir para sufrir al mismo mundo, lleno a todas horas de tentaciones, y tales cuales se podían, viviendo, temer debajo la sujeción de un señor, y otras innumerables, sin las cuales no se vive en este mundo? ¿Para qué, pues, consumimos el tiempo en las acostumbradas exhortaciones, siempre que procuramos persuadir a los bautizados, o la integridad virginal, o la continencia vidual, o la fe del casto matrimonio, teniendo un atajo libre de todos los peligros de pecar, para que todos los que pudiésemos persuadir que se den muerte en acabando de recibir la remisión de sus pecados, los enviemos al Señor con las conciencias más sanas y más puras? Si alguno cree que puede ejecutar o persuadir esta doctrina, no sólo es ignorante, sino loco. ¿Con qué valor dirá a un hombre: Mátate, porque a tus pecados veniales acaso no añadas alguno grave viviendo, tal vez, en poder de un bárbaro o sensual, quien no puede decir sino con impiedad: Mátate, en estando absuelto de tus pecados, porque no vuelvas a caer en otro acaso más graves viviendo en un mundo tan engañoso, cercado de lazos y deleites, tan furioso, con tanto número de nefandas crueldades, y tan enemigo, con tantos errores y sobresaltos? Y si se dice que esto es maldad, sin duda lo es matarse, pues si pudiera haber alguna justa causa para hacerlo voluntariamente, ciertamente no habría otra más arreglada que ésta, y supuesto que ésta no lo es, luego ninguna hay para cometer un delito tan execrable Y esto, ¡oh fieles de Jesucristo!, no amargue vuestra vida; si de vuestra honestidad acaso se burló el enemigo, grande y verdadero consuelo os queda si tenéis la segura conciencia de no haber consentido a los pecados de los que Dios permitió pecasen en vosotros.
CAPITULO XXVIII
Por qué permitió Dios que la pasión del enemigo se cebase en los cuerpos de los continentes
Y si acaso preguntáis por qué permitió Dios tan horribles crímenes, diré con el Apóstol:«Alta es, sin duda, y que se pierde de vista la providencia del Autor y Gobernador del mundo, incomprensibles sus juicios e investigables sus ideas y caminos». Con todo, preguntádselo fielmente y examinad vuestras conciencias, no sea que os hayáis engreído demasiado por la gracia de la virginidad y continencia, o por el privilegio de la castidad, y llevadas de la complacencia de las humanas alabanzas, envidiéis también esta prerrogativa a otras. No acuso lo que ignoro, ni oigo lo que a la pregunta os responden vuestros corazones. No obstante, si respondieren que es así, no debéis maravillaros que hayáis perdido la fama con que pretendíais conquistar los corazones de los hombres, si os ha quedado lo que no se pueden manifestar a los hombres, que es el pudor. Si no consentisteis con los que pecaron con vosotras, a la gracia divina, para que no se, pierda, se le añade el divino favor, y a la humana gloria para que no se la estime ni aprecie sucede el humano baldón. En lo uno y lo otro os podéis consolar las pusilánimes, pues por un lado fuisteis probadas y por otro castigadas, por uno justificadas y por otro enmendadas; pero a las que su corazón, preguntado, les responde que jamás se ensoberbecieron por el bien de la virginidad, o de la viudez o del casto matrimonio, y que no despreciaron, sino que se acomodaron con las humildes, alegrándose con temor y respeto por la merced que Dios les había concedido, y no envidiando a ninguno la excelencia de otra santidad y castidad igual o más excelente, antes bien, sin hacer caso de la humana gloria, que suele ser tanto mayor cuanto el bien que pide la alabanza es más raro y singular, habían deseado que fuese mayor el número de éstas que no el que entre pocas fuesen ellas las más ilustres. Tampoco las que fueron tales, si acaso a algunas de ellas lastimó su honra la bárbara licencia, deben irritarse contra la divina permisión, ni crean que por esto no cuida Dios de estas cosas, porque permite lo que ninguno comete impunemente. De estos pecados, los unos, como contrapeso de nuestros torpes apetitos, se nos perdonan en la vida presente por oculto juicio de Dios, pero otros se reservan para el último y tremendo juicio, que será patente a todos los mortales; y acaso también estas señoras, a quienes asegura el testimonio de su conciencia de no haberse envanecido ni engreído por el bien de la castidad, padeciendo, no obstante, violencia en sus cuerpos, tenían oculta alguna flaqueza que pudiera degenerar en soberbia, si en aquella miserable forma escaparán de la humillación con que las sujetó la barbarie del vencedor. Así como la muerte arrebató a algunos porque la malicia no les trastornase el juicio, así a éstas se les arrebató violentamente una cierta interior prerrogativa, para que la prosperidad no desvirtuase su modestia. A las unas y a las otras, que con respecto a su cuerpo les habían padecido afrenta alguna contra su honestidad, o eran ya soberbias, o acaso podrían ensoberbecerse si la violencia del enemigo no las hubiera tocado; pero esta acción no fue causa de perder la castidad, sino de recomendarles la humildad, proveyó Dios en lance tan crítico; de pronto remedió a la soberbia presente de las unas, y a la que amenazaba en lo sucesivo a las otras. Sin embargo, no se debe omitir que algunas que padecieron violencia pudo ser creyesen que el bien de la continencia era bien exterior del cuerpo, y que se poseía incorrupto mientras no sufriese torpeza de alguno, y que no consistía únicamente en la constancia de la voluntad, que estriba en el favor divino para que sea santo el cuerpo y el espíritu, y, finalmente, que este bien no es de calidad que no se pueda perder, aunque le pe se a la voluntad. Del, cual error quizá salieron con la experiencia, porque, cuando consideran con qué conciencia sirvieron a Dios y con fe cierta, creen que a los que así sirven invocan de ningún modo puede desampararlos, y, por último, no dudan lo agradable que es a sus divinos ojos la castidad, observan al mismo tiempo es infalible consecuencia que en ninguna manera permitiría sucediesen semejantes infortunios a sus santos si por ellos pudieran perder la santidad e incorruptibilidad de costumbres que el mismo autor de la Naturaleza les concedió y aprecia en ellos.
CAPITULO XXIX
Qué deben responder los cristianos a los infieles cuando los baldonan de que no los libró Cristo de la furia de los enemigos
Tienen, pues, todos los hijos del verdadero Dios su consuelo, no falaz ni fundado en la vana confianza de las cosas mudables, caducas y terrenas, antes más bien, pasan la vida temporal sin tener que arrepentirse de ella, porque en un breve transcurso se ensayan para la eterna, usando de los bienes terrenos como peregrinos, sin dejarse arrebatar de sus ligeras representaciones y sufriendo con notable conformidad los males que prueban su constancia o corrigen su vida; pero los que se burlan de los suaves medios de que Dios se sirve para acrisolar nuestra justificación, diciendo al hombre perseguido cuando le ven rodeado de calamidades temporales: «¿Adónde está tu Dios?», digan ellos, ¿adónde están sus dioses cuando padecen iguales infortunios, pues para eximirse de tales vejaciones, o acuden a su adoración, o pretenden que se deben adorar? Pero los atribulados por la mano poderosa constantemente responden: «Nuestro Dios, en todas partes y en todo lugar está presente, sin estar limitadamente encerrado en un solo lugar, pues es tan visible su omnipotencia, que puede hallarse presente estando oculto y ausente sin moverse. Este gran Señor, siempre que nos lastima con calamidades y adversidades, lo hace, o por examinar el grado en que se hallan nuestros méritos, o para castigar nuestras culpas, teniéndonos preparado el premio eterno por haber sufrido con constancia estos temporales Infortunios; pero, ¿quién sois vosotros para que yo me entregue a raciocinar con vosotros ni de vuestros dioses, cuanto más de mi Dios, que es terrible sobre todos los dioses, porque todos los dioses de los gentiles son demonios, y sólo el Señor crió los Cielos?»
CAPITULO XXX
Que desean abundar en abominables prosperidades los que se quejan de los tiempos cristianos
Si viviera aquel insigne Escipión Nasica, que fue ya vuestro pontífice (a quien, al mismo tiempo que estaba más encendida la segunda guerra Púnica, burlando la República una persona de la más excelente bondad para recibir la madre de los dioses que transportaban de Frigia, le escogió unánimemente todo el Senado para desempeñar este honorífico encargó), este ínclito héroe, el grande Escipión, digo, cuyo mismo rostro no os atreveríais a mirar, él reprimiría vuestra altanería. Porque, pregunto, si queréis que os diga mi sentir: cuando os veis afligidos con las adversidades, ¿acaso os quejáis por otro motivo de los tiempos cristianos, sino porque apetecéis tener seguros y libres de temores vuestros deleites, vuestros apetitos, y entregaros a una vida viciosa, sin que en ella se experimente molestia ni pena alguna? Y la razón es obvia y convincente, porque vosotros no deseáis la paz y abundancia de bienes para usar de ellos honestamente, es decir, con sobriedad, frugalidad y templanza, sino para buscar con inmensa prodigalidad infinita variedad de deleites, y lo que sucede entonces es que, con las prosperidades, renacen en la vida y las costumbres unos males e infortunios tan intolerables, que hacen más estragos en los corazones humanos que la furia irritada de los enemigos más crueles. Aquel Escipión, vuestro pontífice máximo, aquel grande hombre; superior en bondad a todos los patricios romanos, según el juicio del Senado, temiendo en vosotros esta calamidad, resistía a la destrucción de Cartago, émula y competidora en, aquella época del pueblo romano, contradiciendo a Catón, cuyo dictamen era se destruyese temeroso del ocio y de la seguridad, que es enemiga de los ánimos flacos, y viendo que era importante y necesario el miedo, como tutor idóneo de la flaqueza infantil de sus ciudadanos; mas no se engañó en este modo de pensar, porque la experiencia acreditó cuán cierto era lo que exponía, pues, destruida Cartago, esto es, habiendo ya sacudido y desterrado de sus ánimos el terror que tenía amedrentados a los romanos, inmediatamente se sucedieron tan crecidos males, nacidos de las prosperidades, que; rota la concordia primeramente con las sediciones populares, crueles y sangrientas, después, enlazándose unas revoluciones con otras, con las guerras civiles, se hizo tanto estrago, se derramó tanta sangre, creció tan insensiblemente la bárbara crueldad de las prescripciones y robos, que aquellos mismos ínclitos romanos que, viviendo moderadamente, temían recibir algún daño de sus enemigos, perdida la moderación y la inocencia de costumbres, vinieron a padecer terribles infortunios, ejecutados por la fiera mano de sus propios ciudadanos; finalmente, el insaciable apetito de reinar, que entre los otros vicios comunes a todos los hombres ocupaba el primer lugar, especialmente en los corazones de los romanos, después que salió con victoria respecto de muy pocos, y ésos no muy poderosos, al fin, habiendo quebrantado las fuerzas de los demás, los vino a oprimir también con duro yugo de la servidumbre.
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